Asumo que pertenezco a la generación de oviedistas de 1988. Soy uno más de aquellos niños a los que nos hicieron socios tras el ascenso en Mallorca, con el presidente Bango a la cabeza, Vicente Miera en el banquillo y Carlos, Tomás, Sañudo y compañía elevando a los altares a una plantilla en la que casi nadie confiaba, pues la temporada anterior nos habíamos salvado del descenso milagrosamente.
Mi cumpleaños coincide con las fiestas de San Mateo y, por aquellos tiempos, el club instalaba una carpa delante del Campoamor donde te podías hacer socio y comprar productos del club. El portal del abonado nos hubiera sonado a algo más propio de Blade Runner. Fue allí, en ese habitáculo temporal, instalado por las fiestas, donde mi tío Pepe tuvo a bien regalarme, al cumplir los 9 años, el carnet de socio del Real Oviedo y un balón firmado por toda la plantilla, que destrozaría, al fin de semana siguiente, con mis primos en Santa Marina de Piedramuelle.
Y hablo de generación, porque éramos muchos los que ya acudíamos anteriormente con regularidad al Tartiere, a presenciar enfrentamientos ante el Castilla de la Quinta del Buitre o al Calvo Sotelo de Puertollano, sufriendo cuando equipos como el Sestao nos metían tres en casa o viendo en directo al primer jugador negro del Oviedo, como fue Keith Thompson. Pero no sería hasta el ascenso, cuando ya sí, entramos a formar parte, de pleno derecho, como socios del Real Oviedo. Ya me dice Zuazua que soy un subecarros de manual.
Nosotros, los del 88, crecimos como oviedistas viendo a nuestro equipo disputar competición europea, jugando de tú a tú frente al Real Madrid o al Barcelona, machacando con cierta frecuencia al Atlético o venciendo, de forma abrumadora, en los derbis de Primera. Es por eso que, cuando en un espacio tan corto de tiempo nos dimos de bruces frente al Tuilla, viajando a Candás y a Cudillero o comprando rifas en Las Tolvas, asumimos con la mayor entereza posible el baño de realidad que nos había dado el fútbol. No era plan de haber estado solo en las buenas. Si nuestros padres habían ido hasta Palencia en el 71 para ayudar al Oviedo en su promoción para no bajar a Tercera, nosotros haríamos lo mismo esta etapa, costase lo que costase. Y vaya que si costó. Unos privilegiados nuestros progenitores.
Toda esa marea de desastrosos acontecimientos que se originó a partir del año 2000 nos cogió con el pie cambiado. Visto con perspectiva, éramos tan ingenuos que no vimos, ni por asomo, la que se nos venía encima. Aún recuerdo salir del Tartiere, al acabar la séptima jornada de nuestro primer año en Segunda, tras empatar contra el Leganés, junto a mi amigo Víctor Villanueva, quien me comentó: “Ya podemos espabilar porque si no subimos esta primera temporada, luego igual tardamos cinco años en hacerlo”. Aquella afirmación de que podíamos tardar cinco temporadas en volver me sonó a profecía estrambótica. El típico planteamiento pesimista del oviedismo. ¿Cómo iba a estar el Oviedo cinco años fuera de Primera División? No era concebible. De ahí que hoy en día, 24 años después, aún recuerde nítidamente aquellas palabras de Víctor. Se quedó corto, muy corto. Qué guapo hubiera sido un peregrinar de tan solo un lustro.
Nuestra cruel travesía por el desierto se hizo más larga incluso que la de los judíos egipcios hasta la Tierra Prometida. Doce temporadas entre Tercera y Segunda B que aún parecieron más “gracias” a esas directivas de rufianes e ineptos que nos hicieron dudar hasta al más fiel, a algunos futbolistas impropios de la grandeza del club y a rivales que disfrutaban de sus encuentros frente a nosotros como si fuera el evento del año en su localidad. Y a mayores, nos ganaban de vez en cuando.
Pero quiero resaltar una idea que me lleva rondando la cabeza desde hace un tiempo, máxime tras este último ascenso del Real Oviedo. Hemos repetido hasta la saciedad que “hemos vuelto”, lo cual se puede aceptar como irrebatible, desde un punto de vista práctico, en función de recuperar una plaza en Primera División. Pero de ninguna de las maneras podemos extrapolar esa vuelta al sentimiento oviedista o a la fidelidad de la hinchada carbayona. Conviene recordar que en nuestro peregrinar por las localidades asturianas, siempre hemos encontrado bares con el escudo del Oviedo en sus paredes, jamás han faltado niños con camisetas azules, en las noches de fiesta raro era no escuchar el “Volveremos” entonado por jóvenes eufóricos, en las páginas del periódico era recurrente encontrar sentidas palabras despidiéndose de personas con enorme corazón azul o comprobar cómo la marea azul tenía seguidores repartidos por todo el planeta. La exitosa ampliación de capital de 2012 fue un reflejo perfecto de ese compromiso oviedista que habitaba en todas las capas de nuestra pequeña y orgullosa familia azul.
Es por ello que, señoras y señores míos, no podemos haber vuelto, porque, en realidad, jamás nos habíamos ido. Y de eso sabían mucho, tanto Iván Cervero como Fernando Fanjul. Enormes oviedistas, cuya memoria estará para siempre entre nosotros. Descansen en paz.
